Un día cualquiera - 2ª parte-

Mano sujetando un tirachinas
03 de Mayo de 2016

Un aroma inconfundible comienza a invadir la estancia. Las sopas de ajo, que su madre ya tiene listas, le han abierto el apetito y se levanta de un brinco para dar buena cuenta de ellas.

Celedonio come con ganas. Sabe por experiencia, que quizás no vuelva a probar bocado  hasta bien entrada la noche, pues esta época del año es la más complicada a la hora de conseguir viandas para la comida.

En cinco minutos escasos, deja el cuenco limpio como la patena; se cuelga el tirachinas del cuello, coge en una mano la cesta con el desayuno de su padre y en la otra, una pequeña lata con el asa de alambre a modo de caldero, que más tarde le será de gran utilidad.

El viejo tirachinas le acompaña siempre, vaya donde vaya; no es viejo por los años sino por el uso que le ha dado. Un pastor, que iba de paso hacia el Norte con el rebaño y descansó en la dehesa, se lo regaló un buen día hace un par de años; le enseñó a manejarlo y desde entonces, Celedonio ha ido afinando su puntería, de tal modo, que es muy raro que se le escape aquello a lo que echa el ojo.

─Me voy madre─ dice,  a la vez que le planta un sonoro beso en la mejilla. Beso que tiene la virtud de despertar una sonrisa o algo parecido en el rostro ajado, aunque todavía joven de Gregoria.

Al salir del chozo, le recibe cual bofetada en el rostro un frío helador. Mucho frío y poco abrigo para un día de invierno ─diría yo─. Los pies descalzos, sin embargo, ya están acostumbrados; aún no conocen alpargatas.

Le sale al encuentro Laica, su perra, que parece no importarle el frío. Se la ve feliz moviendo el rabo y mirando con esos ojitos, como solo ella sabe mirar; feliz, porque intuye una nueva mañana de aventuras al lado de su amo.

Juntos emprenden la marcha caminando deprisa. Empuja el frío y es conveniente llegar lo antes posible para que no se enfríen las sopas.

Celedonio lleva los cinco sentidos puestos en la cesta para que no sufra ningún percance; pero se diría que la vida le concedió alguno más, pues no pierde detalle en el camino y va tomando nota de todo aquello que más tarde le pueda ser útil.

De pronto, Laica, que se ha adelantado un trecho, se detiene en seco y comienza a husmear. Celedonio sabe perfectamente lo que eso significa: su amiga ha encontrado el rastro de algún animal, pero ahora no es momento de detenerse; tiempo habrá a la vuelta, y la anima a seguir adelante. La fiel perra no se hace de rogar, conoce a su dueño y sabe que volverán.

La caminata y el frío ayudan a despabilarse con rapidez y según avanzan, perciben con total nitidez el sonido inconfundible de las campanillas de las cabras, que va en aumento a medida que se van aproximando a ellas. Ya se divisan a lo lejos; pero mucho antes de acercarse salen a su encuentro Zal y Sultán, compañeros fieles e inseparables, que ayudan  en el cuidado del rebaño. Saludan a Laica como suelen hacer los perros y saludan a nuestro amigo saltando alrededor suyo y haciendo peligrar la cesta de la comida, hasta que un silbido inconfundible hace que se relajen y tranquilicen. Quien silba es Gabino, el padre, que desde lejos contempla entre ensimismado y divertido, el recibimiento que hacen los perros, un día tras otro, a su hijo.

(Continuará...)

Alguien como tú

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